Archive | April, 2015

There and back again: de la vida real al asilo de dementes y otra vez a la libertad

20 Apr

Hace 15 días me internaron en un hospital psiquiátrico por una depresión severa. O grave. No me acuerdo. Algo así dice el diagnóstico. La crisis avisó y yo no la quise escuchar hace más de tres meses y llegó a un punto en el que la única solución que veía era terminar con mi vida. Recuerdo que fue el domingo 12 de abril. Recuerdo que pasé la noche en vela y me fumé 20 cigarrillos para matar la ansiedad y la desesperación. Recuerdo que tuve miedo de mí misma en ese momento y recuerdo que me di cuenta de que, si seguía en la casa sola, iba a terminar matándome. Tuve mucho miedo y mi papá me rescató en un momento de llanto. Pedí su ayuda. La ayuda que debí pedir hace rato y por encerrarme en mí misma y apartando de mi lado a las personas que me aman y podían hacer algo por mí. Aunque fuera simplemente llevarme a un psiquiatra, pero la depresión miente y aunque yo lo sé le hice caso y me dejé coger ventaja. Por eso terminé allá encerrada y es algo que no quiero que me vuelva a pasar en la vida.

Los días en el hospital psiquiátrico pasan lentos al principio. Uno después se acostumbra a levantarse temprano, bañarse con agua fría, pasar al comedor por comida horrible, pasar por las medicinas, esperar en el cuarto mientras llaman a terapia ocupacional. Escuchar y responder miles de preguntas de enfermeras, psicólogos, estudiantes de medicina/psiquiatría, trabajadoras sociales y a la psiquiatra de la sala. A veces llorarles a ellos. A veces llorar solo. A veces llorar con otras pacientes que se convierten en amigas de cautiverio. No se puede salir a los pasillos sin un visitante acompañante, no se puede escuchar música, no se pueden tener libros ni lapiceros. Yo podía escribir solo en compañía de algún estudiante o de la psicóloga y debía devolver el lapicero en cuanto terminara. Así escribí lo que llamo de cariño mi “diario de prisión”, aunque al final esa prisión resultó ser una buena cosa. El aislamiento ayudó a desenredar mi cabeza, a descubrir que en realidad no quería morirme o “apagarme” como le dije al primer doctor. En realidad lo que quiero es tranquilidad a la que lleguen momentos de felicidad. Pequeños, sí. Siempre serán pequeños, pero tan maravillosos que todo el dolor habrá valido la pena. Quiero viajar, quiero ocupar mis sábados, estudiar, leer todos los libros que pueda. Jugar con mis gatos. Aprender a quererme y soportarme. Lastimosamente en el psiquiátrico confirmé una decisión que venía barajando desde hace ya tiempo y que no era capaz de tomar por temor a derrumbar las expectativas de todos y herir a quien ha sido la persona más importante de mi vida en los últimos años. La persona que me salvó la vida. Al final entendí que si lo postergaba más iba a terminar hiriéndolo más a él y destruyéndome a mí.

Durante la crisis depresiva hice cosas estúpidas de las que me arrepiento y quisiera remediar, pero el único remedio que encuentro es dejar el tiempo pasar y sanar los daños que hice y que me hice a mí misma. De nada sirve pedir perdón. Ni yo misma me perdono algunas cosas, pero también entiendo que darme palo a mí misma es estúpido e innecesario y eso no me va a llevar a salir del pozo.

Estoy rota, pero me voy a remendar. Con este post solo quiero hacer catarsis y tal vez hacer que la gente entienda un poco que la depresión no es una cosa que a uno le pasa porque quiere estar triste o despertar lástima. La mayoría de depresiones son silenciosas y se llevan por dentro con estoicismo. La mayoría de veces sonreímos al mundo y lloramos por dentro mientras la depresión nos sigue mintiendo y jodiendo la cabeza. Esta vez no la quiero dejar adentro. Quiero sacar la basura de mi mente y empezar una nueva vida con una terapia adecuada, medicada, sí, pero esperando que llegue el momento en que el Escitalopram y la Trazodona no sean ya parte de mi vida.

Los dejo con la canción que sonó en mi mente todos los días mientras estuve encerrada:

Con amor,

Niñita.